Corría el año de 1939 cuando se expidió el Decreto 1449, a través del cual se estableció que sólo con permiso del Gobierno, mediante resolución ejecutiva, podían instalarse en Colombia fábricas de armas de fuego, de municiones, de explosivos de aplicación militar y gases nocivos; la fabricación de cartuchos y perdigones para cacería, no requerían permiso.
Ya en 1979, por Decreto 1663, exclusivamente el Gobierno Nacional era el autorizado para introducir, fabricar y poseer armas y municiones de guerra. En ese entonces a los particulares se les permitía portar armas que no fueran de uso privativo de la de las Fuerzas Militares, cumpliendo los requisitos establecidos por el Ministerio de Defensa Nacional y mediando el otorgamiento del salvoconducto que, previa acreditación de unos difíciles requisitos, era expedido.
Próximo a conmemorar los 30 años de la Constitución Política de Colombia, se consagró en su artículo 223 el monopolio estatal sobre las armas de fuego. En el Decreto 2535 de 1993, se contemplaron los requisitos para expedir y revalidar los permisos para porte y tenencia de las armas de fuego, venta de municiones y explosivos.
Esa breve historia normativa demuestra que por cerca de 80 años, siempre con condiciones, era posible portar y tener armas de fuego. Pero lamentablemente vino la era de la mentada e inexistente paz y su principal impulsor Juan Manuel Santos en forma unilateral, reprochable y controvertible, a través de un plumazo normativo, comenzó el proceso de establecer la prohibición del porte de armas. Inicialmente entre el 23 de diciembre de 2015 y el 31 de enero de 2016. El decreto que prohibió el porte hizo que todas las autorizaciones lo fueran solo para tenencia.
Para el 2019, tanto caudal dispositivo sobre la materia quizás lo fue para contribuir al mentado proceso de paz, ya que coincidiría con el discutible desarme de las entonces FARC que se adelantó en La Habana, y era menester garantizar la seguridad de los guerrilleros, compromiso que el Estado le correspondía asumir en función a lo acordado, o más bien de lo dictado en Cuba. Cuando se creía que el actual gobierno restablecería el porte y tenencia los colombianos recibieron tremendo baldado de agua fría y ad-portas de expirar el 2019 se emitió el decreto 2409 que consagró la suspensión de todos los permisos de porte. Un año después, cuando la situación de inseguridad se tornaba alarmante y se creería que se volvería autorizar el porte cayó tremendo chubasco, con granizada entera, al conocerse la expresa prohibición del porte de armas en el Decreto 1808 del 31 de diciembre de 2020.
En la ciudad de Bogotá y otras regiones destacadas del país, los índices de inseguridad son aterradores. La circulación de armas sin permiso supera ya los cinco millones y según informe de Small Arms Survey, “en el país había 4.971.000 armas en manos de civiles para el año 2017”. El Distrito Capital cada día se ve situado y amenazado por los delincuentes que en la mayoría de los casos están armados sin importarles si tienen o no permiso para portarlas. Las estadísticas son alarmantes. No se diga de las ahora frecuentes balaceras que dan cuenta los medios locales que tienen al borde del colapso a la ciudadanía. Si ésta pensaba salir después de la pandemia, las plomaceras recurrentes la tienen dudando y al final deciden no hacerlo.
En la reciente Encuesta de Percepción y Victimización de la Cámara de Comercio de Bogotá, quedó claro que el objeto más apetecido y buscado por los atracadores son los aparatos celulares, que ya en varios casos le ha costado la vida a su titular. No cabe duda, a pesar del aislamiento por efectos del Covid 19 que se creería que mejorara la percepción de seguridad resulta lo contrario, la inseguridad es el principal problema que aqueja a los residentes de la ciudad capital.
Hoy, acorde con la información entregada por el Departamento de Control de Comercio de armas, municiones y explosivos (DCCA) hay 281.360 permisos aprobados para el porte legal de armas. Las personas naturales con autorización ascienden a 191.172, mientras que 90.188 lo son para personas jurídicas, mientras que los bandidos poseen más de cinco millones de armas.
Es evidente, que a quienes se tiene que desarticular es a los hampones que son los causantes de exponer a grave riesgo a los ciudadanos. No se trata tampoco de armar a la ciudadanía en general como quieren caricaturizar a la senadora María Fernanda Cabal, quien con el representante Christian Garcés radicaron interesante iniciativa para restablecer, en un grupo reducido de personas, el porte, para poder ejercer la legítima defensa en situaciones de riesgo inminente y/o en el evento de exposición de su propia vida. Baste saber el costo de un arma para concluir que no está al alcance de toda persona, pero a los detractores ojalá no les ocurra lo que le sucedió al Tino Asprilla, atracado y recién robado, sin tener con que defenderse y con el inminente riesgo de perder la vida o, peor aún, como le pasó al técnico Luis Fernando Montoya a quien por robarle el dinero retirado en cajero automático lo dejaron lisiado de por vida.
Hemos sido testigos que el desarme ha sido de las personas de bien, pues la criminalidad no entrega las armas, ni requiere de salvoconductos para utilizarlas en el ataque contra los ciudadanos inermes, luego si el Estado tiene la obligación de proteger la vida, honra y bienes de los ciudadanos, su misión constitucional de protección al derecho de seguridad personal también se consigue permitiendo el porte y tenencia de armamento, en condiciones rigurosas para el otorgamiento de los salvoconductos.
Pildorita. Recordemos, próximo 6 de abril se conocerán los fundamentos en que la Fiscalía sustentará la solicitud de preclusión en el caso del expresidente Alvaro Uribe Vélez.