Por Eduardo Mackenzie
28/12/2022
Hasta ahora es solo una noticia, una noticia sucinta, sin detalles. La forma como el nuevo jefe de Estado colombiano, Gustavo Petro, anunció que Colombia, eventualmente, compraría 16 aviones de combate Rafale, de la firma Dassault Aviation, es típica de su estilo de comunicación: incompleta, nebulosa, con errores sobre el financiamiento y sin que el ministro de Defensa tenga derecho a ampliar la información y responder a los interrogantes de la ciudadanía. En esas condiciones, tal novedad abrió en la prensa y en las redes sociales una discusión caótica.
El tema requiere más información y, sobre todo, mucha reflexión. Se trata, es cierto, de un desembolso enorme de divisas del presupuesto colombiano. Esa compra, sin embargo, no sería un acto de derroche, ni de un gesto banal que se puede realizar o rechazar de un brochazo. Sería una adquisición que, por el contrario, tiene que ver con la seguridad y la defensa estratégica de 52 millones de colombianos.
El control de lo que ocurre en nuestros cielos es indispensable, especialmente si se tiene la desgracia de ser vecino de un país donde no impera la ley sino la voluntad de un dictador belicoso y desesperado. Este aceptó la instalación en su territorio no solo de los cabecillas de las banda narco-terroristas colombianas sino que –y eso es lo más peligroso–, se somete a una relación de dependencia con la Rusia de Vladimir Putin. Tras el rompimiento con Estados Unidos, Venezuela se rearma gracias a los rusos y los chinos, sobre todo en el sector aéreo. Las revistas especializadas aseguran que Caracas dispone de 26 aviones Sukhoi Su-30 en estado operativo, y 24 Hongdu K-8 chinos repotenciados, entre otras unidades de combate aéreo y de transporte de tropas.
Pocos ignoran que Putin trata de construir, en el centro mismo del continente americano, un triángulo de hierro cuyas bases son Venezuela, Nicaragua y Cuba, para desafiar militarmente a Estados Unidos y Canadá, así como el centro y el sur del continente. Putin amenaza con una catástrofe nuclear a Europa, Estados Unidos y al Occidente en general, si le impiden que siga despedazando a Ucrania, destruyendo su economía, sus fuentes de energía y asesinando a la población civil. La soberanía colombiana ha sido ya desafiada, en cortes internacionales, por la dictadura de Ortega en Nicaragua. Ese triángulo y sus grupos visibles, como el Foro de Sao Paulo y el Grupo de Puebla, ya ejercen sobre el continente, de manera permanente, actos de subversión ideológica y guerra psicológica.
Si bien en 2018 Colombia tenía 121 aviones de combate, casi el doble de los que tenía en esa época Venezuela (57 aviones y 44 helicópteros), la correlación se ha deteriorado desfavorablemente para Colombia. La fuerza aérea colombiana dispone hoy de una veintena de caza-bombarderos repotenciados Kfir, fabricado en Israel sobre la base del Mirage 5 de Dassault Aviation, que estarían, según Gustavo Petro, llegando a la obsolescencia. En cambio, desde 2008, Venezuela empezó a equiparse con aviones de combate rusos con la compra de unidades de Sukhoi Su-30MK2.
En julio de 2019, Bogotá anunció que disponía de un fondo de mil millones de euros para adquirir nuevos aviones de combate. La oposición, hoy en el gobierno, criticó violentamente tal iniciativa. Poco después, la prensa supo que España tenía la intención de venderle a Bogotá varios Eurofighter EF-2000 usados pero que el gobierno de Iván Duque también estaba estudiando, afortunadamente, otras opciones, como la del avión sueco Gripen (en uso ya en Brasil) y el F-16 Block 72 de Lockheed Martin. Cuatro meses después, una delegación francesa de alto nivel viajó a Bogotá para proponer la venta de 12 Rafale C, bajo un contrato de asociación gubernamental, con financiación de instalaciones y pagos a 5 años desde la firma del contrato.
El Rafale –un caza-bombardero de quinta generación, costoso pero excelente, y que refleja la preferencia del ministerio de Defensa colombiano, es capaz de llevar 190 kilos de misiles con un alcance de más de 100 kilómetros–. Otras características técnicas del Rafale, según Jetline Marvel: su velocidad máxima es de Mach 1.8, está armado con un misil aire-tierra de 70 kilómetros de alcance “que puede destruir todo dentro de ese perímetro”. Es un avión de 10 toneladas con un peso de despegue de 24,5 toneladas, con una “autonomía de 3 700 kilómetros y puede alcanzar una altura de 15 240 metros”. Otra innovación del Rafale: la llamada “fusión de datos de sensores múltiples” que le permite al piloto tomar decisiones tácticas en lugar de ser un operador de sensores.
Disponer de ese tipo de avión supone algo más que tener las pistas, los hangares y los sistemas de radares de protección adecuados. Exige, además, un equipo técnico irreprochable y, sobre todo, que Colombia tenga una doctrina militar a la altura de las circunstancias, muy diferente de la actual. Desgarrada y desvitalizada por el nuevo gobierno, la Fuerza Pública de Colombia sufre golpes desestabilizadores, en todas las armas, por razones políticas de parte del nuevo presidente, lo que debilita sus operaciones, su doctrina y su reactividad ofensiva/defensiva.
La compra de los Rafale podría fracasar si Petro insiste en su política de abandonar la órbita occidental. Cuestionar el pacto existente entre Colombia y la OTAN y alinearse con Moscú, Pekín y Teherán equivale a alejarse de valores específicos como “la democracia, el respeto de los derechos humanos y el valor de la seguridad”. Ello podría impedir que París valide la venta de esos aviones a Colombia.
Hay antecedentes de un reversazo acertado de Francia por criterios políticos en una transacción de venta de armas, como ocurrió con dos buques de guerra polivalentes tipo Mistral pagados en 2011 por Moscú antes de la anexión ilegal de Crimea. La venta, y sobre todo la entrega de los navíos, fue congelada en noviembre de 2014 por el presidente François Hollande. Estados Unidos, Gran Bretaña y los países de Europa del Este saludaron la actitud de Hollande. París devolvió la suma de un millardo y medio de euros a Moscú. Gustavo Petro y su gobierno deberían tener eso en cuenta.
Desde mayo de 2017 y con el apoyo de Estados Unidos, Colombia adquirió el estatus de “socio extra continental” de la OTAN, como Australia, Corea del Sur y Japón. Fue el primer país de Latinoamérica en dar ese paso. En diciembre de 2021, bajo orientación de Iván Duque y de la vicepresidenta y canciller Marta Lucía Ramírez, Colombia devino “socio global” de la OTAN, lo que compromete al país a compartir tareas en áreas “de seguridad, ciberseguridad, desminado, lucha antidrogas, anticorrupción y cambio climático, junto con los demás miembros”.
Las dictaduras de Chávez y Maduro trataron de impedir que avanzaran las conversaciones entre Colombia y la OTAN. En diciembre de 2016, Caracas gesticuló contra esa gestión diplomática. Tras la firma del primer pacto, Nicolás Maduro calificó ese acto como una “amenaza a la paz”.
En abril de 2019, por la boca del ministro Jorge Arreaza, Caracas reveló que había firmado un tratado de “asociación militar con Rusia, China y Turquía” y que desde el año 2001 Venezuela estaba “importando helicópteros, blindados, fusiles y otros equipos rusos”.
El tono subió cuando el iracundo líder chavista Pedro Carreño gesticuló ante periodistas de Globovisión, el 11 de septiembre de 2019, que “una agresión armada de Colombia” tendría una rápida respuesta pues los 20 Sukhoi Su-30MK2 venezolanos eran capaces de llegar a Bogotá “en 11 segundos”. Sí, en “11 segundos”, dijo el exaltado burócrata chavista (habría podido decir “en 30 minutos”). Creyendo que ese lazo con la OTAN era para atacar a Venezuela, Carreño subrayó que “frente a una agresión militar que se avecina desde Colombia, primero clavaremos esta bandera en Bogotá”. Y advirtió: “Tenemos las coordenadas del palacio de Nariño, del barrio de El Nogal, donde vive la oligarquía, del embalse de El Quimbo, de la refinería de Barrancabermeja, que es la más grande de Colombia. ¿O los colombianos creen que somos unos pendejos y que vamos a dejarnos invadir?”.
El régimen venezolano nunca desautorizó las declaraciones de Pedro Carreño. Port el contrario, Maduro anunció, en esos días, que desplegará un sistema de misiles antiaéreos a lo largo de la frontera con Colombia.
Luego lo de la posible compra de 16 aviones de combate de última generación, para modernizar y reforzar la fuerza aérea colombiana, también generará gritos en Caracas. Solo por eso el asunto de los aviones Rafale debería ser abordado, tanto por la oposición como por el gobierno, con cabeza fría y sin tratar de explotar ese tema de manera partidista. La cuestión no es saber si Colombia necesita o no esos aviones, o si esa operación es muy costosa, sino si Colombia debe o no adecuar rápidamente sus sistemas de defensa –terrestres, navales y aéreos–, ante un vecindario cada vez más inestable y agresivo.
No es cierto que el birreactor Rafale sea el avión de combate más caro. Jetline Marvel estima que los dos más costosos son el Lockheed Martin F35C, que cuesta aproximadamente 135.8 millones de dólares, y el Eurofighter Typhoon, que vale 124 millones de dólares. El Rafale costaría, según esa publicación, 115 millones de dólares. El más barato sería el Saab Jas 39 Gripen (85 millones de dólares la unidad) pero es técnicamente inferior al Rafale. Según el ejército suizo, una debilidad del Gripen es “su falta de autonomía en velocidad máxima”.
Sólo falta ver en qué cristalizará la reapertura de relaciones entre Venezuela y Colombia, ordenadas por Gustavo Petro, y qué forma tomará el acercamiento entre Petro y Maduro. Sin ignorar, claro está, los efectos que tendrá, sobre Colombia y el hemisferio, el aislamiento internacional de Putin por su agresión imperialista a Ucrania.
Por Eduardo Mackenzie